El único pino que crece en el jardín era un pimpollo cuando lo trajimos de un pinar junto a la casa donde vivía un tío mío, a las afueras del pueblo vallisoletano de Tudela de Duero. Un día que fuimos de visita mi tío cogió un palote, sacó aquella promesa de árbol que hundía su raíz en la arena y lo metió en la maceta que nos dio para llevarlo.
Llegué a dudar de que sobreviviera al trasplante, pero la plantita se agarró a la vida en el terreno y clima extraños de nuestro prado asturiano, y , tras diez años en casa, ahora podemos disfrutar de su sombra, recoger la pinocha que nos regala y admirar su forma redonda.
Ver crecer un árbol es un placer duradero y barato que recomiendo a todo el mundo; ya sea en el jardín de casa, en el monte o en un rincón de un parque, asistir al lento espectáculo del desarrollo de un ser gigante, sobre todo si lo has plantado tú, compensa de sobra el escaso trabajo que supone.
Como decía, en este tiempo nuestro piñonero ha ido agrandando su copa globosa hasta destacar entre el resto de árboles. Ahora ya hace notar su presencia, igual que mi tío hacía notar la suya.
Este fue un ser original que tuvo la rara habilidad de hacer siempre lo que le apeteció; tanto es así que se marchó al otro barrio antes de tiempo porque no le dio la gana vacunarse contra el virus.
Salió de su Valladolid natal, corrió mundo, dejó constancia de ello tanto en sus escritos, como en las revistas del corazón y , antes de volver a la capital de Castilla, se recluyó en una casa con terreno junto a la línea del ferrocarril Valladolid – Ariza, la vía férrea en desuso que atraviesa los pinares de negrales y piñoneros al sur del meandro del Duero donde se cobija la villa de Tudela.
Gachaperos se llama la zona y, pese al nombre, el terreno es arenoso y bueno para el cultivo de espárragos. Allí mi tío se dedicó a leer, a escribir, a recibir amigos y a cuidar el jardín y su hierba.
Mi tío José María fue un hombre culto, inquieto y de contrastes. Amante del campo y de la familia – “fuera de la familia hace mucho frío” solía decir – , sin embargo, siempre le gustó brillar en sociedad y buscar la admiración de las mujeres. Seductor de genio polifacético e inconstante, lector omnívoro, escribió teatro, poesía, relatos y también crónicas de viajes, condujo programas de radio, vendió peces y plantas, fabricó cuajadas, montó un restaurante y una discoteca, participó en la creación de las primeras asociaciones empresariales de Valladolid y llegó a leer las líneas de la mano y las cartas del tarot en un consultorio un tanto esotérico que montó en un piso antiguo. Además, hay que decir que tuvo muchísima suerte, ya que pudo hacer todo eso porque tuvo a su lado una mujer tan extraordinaria como mi tía.
No le gustaba viajar, pese a que en su juventud emigró forzado a Paris – pues mi abuelo le echó de casa- . Allí , según me confesó , no se enteró del “mayo del 68” porque lo pasó trabajando y tratando de aprender francés en vez de hacer la revolución.
Generosísimo, no dudaba en darte lo que pensaba que te podía gustar. A mí, por ejemplo, me regaló los primeros números de la edición francesa original de la revista “Metal Hurlant”, una verdadera joya para los aficionados al cómic.
Yo siempre le quise y le admiré; con él pesqué cangrejos en el canal de Castilla cuando aún los había, recogí níscalos en los pinares, visité iglesias, pueblos y castillos o compartí lecturas. Eso sí, cuando me echó las cartas y me leyó la mano creí poco de lo que me dijo. También la vida le dio disgustos amargos que sobrellevó elegantemente.
De forma que cuando nos sentamos debajo del pino a tomar el aperitivo – afición que él también tenía – me viene su recuerdo alegre charlando animadamente con una copa en la mano.